domingo, junio 05, 2011

De cuestiones lapidarias

“Porque de ésta vida nada esperé, y por coherencia, he partido a buscar lo que, justamente, no quise quedarme esperarlo.”

El Sol ha hecho de la cúspide de la bóveda celeste su hogar, ha elegido ese lugar quizá por algo de vanidad, ya que todos los que estamos aquí no estamos para verlo a él, tampoco para verla a Ella, en un sentido literal. Estamos aquí por Ella, pero no para ver a Ella.

Son estos momentos en los que la mente comienza como a tener voluntad propia, y resuelve comenzar a revolver en cajones etéreos en busca de esos recuerdos que se fueron acumulando, y clasificando algunos con un cierto criterio arbitrario, y a otros, clasificándolos con un criterio consensuado entre el alma y la razón. Y así vuelvo sobre mis pasos pasados y pisados, y puedo verla llegar, acercarse a la mesa que yo ocupaba. Viene con esa sonrisa tan translúcida, tan propia de Ella, con un cierto aire de picardía disimulada por diversión. Y con un beso rápido, pero bien profundo e intenso, me saludas y te sientas enfrente mío. Tus ojos vivos, tan llenos de luz se posan en los míos, y me parece que después de esa mirada, ya nada volverá a ser como lo era antes. Para mucha gente le es difícil creer que una mujer tan llena de luz y de vida se entusiasmara en charlar en torno a la muerte, y no tan en torno porque la abordaba con toda pasión. Es casi creer que a Ella la muerte le diera vida. Su rostro, sin más adornos que unas mejillas siempre sonrojadas, unos labios tersos y rosados, gesticula al compás de sus palabras que prácticamente terminan conformando un cuasi monólogo porque me dedico a escucharla y asentir en silencio. Hasta que dice: “que realmente no espero nada de la vida. Y para ser coherente conmigo misma, eso implica que si no espero nada de la vida tampoco debería esperar la muerte, considerando que la muerte es parte de la vida”. Ya el ovillo comenzaba mostrar su cabo, ya comenzaban a desentrelazarse los hechos. Ciertamente era medio desconcertante verla hablar de la muerte con tanta luz y vida. Ciertamente. Este es el último café que la veré tomar.

Y salimos a caminar por las calles y a mirar el retorno del Sol hacia sus aposentos nocturnos. Juntos caminamos por muchas calles, nos detuvimos enfrente de muchas luminosas vidrieras, aunque tanta luz quedaba opacada por tanta vida. Así y todo, me rehusaba a aceptar que Ella se iría hacia quien sabe dónde, buscando eso que solamente Ella sabía qué era. También me rehusé a preguntarle si lo que yo pienso es lo que Ella ya decidió o si quizá yo me equivoqué. Así caminamos hasta llegar a estar parados enfrentes de la puerta de entrada de su casa. Y es aquí en donde a todo lo veo muy lejano y debo cambiar los tiempos verbales hacia los pasados. Porque si bien esos fueron los últimos minutos que la vi, en ese momento es como si ya hubiera dejado de verla, como si Ella ya se hubiese ido. Cuando traté de hilvanar alguna frase medianamente coherente y di muestras de quererla expresar, Ella posó un dedo en mis labios y luego los besó. Lágrimas se entregaron a las leyes de Newton y se abandonaron en mis mejillas. Ella tomó algunas y las guardó en una de sus manos. Dijo algo así como que “eran el mejor regalo que podía ofrecerle porque las lágrimas son una especie de mezcla líquida de sinceridad, y algo de amor”. Y tenía razón. Giró y abrió la puerta que la llevaría a su decisión. Cuando se hubo cerrado me di cuenta que la puerta era negra, quizá como si tratara de dar una especie de veredicto. O de presagio. Qué se yo. Y ahí parece que los recuerdos se traspapelaron.

Ahora me veo de pie aquí, en este día hermosamente soleado. Parado en enfrente de la lápida en la que Ella decidió escribir:

“Porque de ésta vida nada esperé, y por coherencia, he partido a buscar lo que, justamente, no quise quedarme esperarlo.”

Por las dudas, la leo en voz baja, porque las grandes ideas encuentran fácilmente asilo en mí, y acabo de recordar que de Ella me despedí con un “hasta luego”…