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olpeó la puerta exactamente cuando el reloj mostraba las 6:23 AM,
y lentamente la abrió. El pasillo en tinieblas a esa hora resaltaba aún más su
forma de ser y de estar ese lunes. “Lunes,
porqué el Lunes no se llama Osvaldo, Marcelo, Cronopio o Mentol, qué se yo…
Porqué el Lunes se tiene que llamar Lunes…” Yo apenas sonreí a la
ocurrencia de pensar en el porqué de los nombres de los días, cuestión más de
una vez meditada, y que siempre, pero siempre, terminaba con aquel mismo “queseyo”.
Esa forma sonora, dulcemente sonora, de entrar hacía ver que, después de todo,
ese Lunes comenzaba como todo buen Lunes. “Lunes
sin Luna en esta ciudad que a todos nos devora”. Pero hay té caliente,
algunas tostadas, mermelada de manzana y ganas de reír un poco, le dije. Caminó
hasta donde la esperaba con aquel desayuno tibio y desperezado, haciendo ruido
en el piso con sus zapatos negros de tacos aguja. Cuando le comenté que con
aquellos zapatos no podría caminar sobre las nubes, dada la poca superficie de
apoyo que incrementaría enormemente la presión, y que las nubes, justamente, no
soportan demasiada presión (gracias cátedra de Física I), me respondió “que hoy no tengo pensado despegarme del
suelo, pero de todas formas, siempre habría una segunda nube, debajo de la
primera, que podría detener la caída”. Y lo dijo convencida. Y me pregunté,
pero sin levantar la voz, cuándo fue que perdí esa capacidad de inventar nubes,
abejas, lanas de colores extravagantes, teorías amorfas, pero dulces al fin, y
cosas por el estilo. “Cuando rehusaste a
creer que la vida es un camino sólo de ida”, me dijo. Y tomé algo de té,
mirando cómo sus ojos se encendían bajo la luz amarilla. Le dije que me gustaba
cómo sus labios de amoldaban al color rojo carmín que llevaban encima, y
respondió que “es el color del corazón, y
que hoy, amanecí con el corazón entre los labios.” Y una sonrisa
desvergonzada se dibujaba en ellos…