Los 4 hombres caminábamos
hacia aquel restaurante, desconocido, en esa calle luminosa, tremendamente
luminosa, pero más desconocida aun. Mi Hermano se detuvo en la misma puerta del
local, luego de haber subido unos cuantos escalones. Yo venía conversando con
aquel señor de edad, que no recuerdo saber exactamente quién era. Le pregunté
si llamaban “El Campito” a aquel complejo de canchitas de fútbol del que me
hablaba, a lo que me respondió con una negativa, que en aquella época su nombre no era “El Campito”. Fue en ese
momento que mi Hermano, de pie en la entrada, dijo: “Era mejor en esos años,
porque uno jugaba y, salvo por Maradona o Pelé, uno creía que era el jugador
que todos se peleaban por tener en su equipo”… Mi padre, de pie a mi izquierda,
hizo un gesto ruidoso, que sonó a sarcasmo. Pero en mí, algo se había roto; y
todo se había disociado, como si un fino velo que había cubierto mis ojos hubiese sido atravesado por una hoja
metálica plateada y filosa, y empezara a rasgarse en un ensordecedor grito
silencioso y hubiera dejado expuesta esa verdad escondida, hasta entonces. Y
comencé a comprender, las piezas empezaban a encajar, las aristas antes
distantes se unían perfectamente, en un proceso de auto ensamblaje del que yo mismo
no tenía incidencia, del que solamente era un mudo espectador. La
niñez nos abandona, y la adultez nos llega, cuando empezamos a dejar de creer
que somos el héroe de nuestra propia existencia.
El
despertador gritó. Lo siguió haciendo. Me quedé algunos momentos en mi cama;
pensando, pensando, pensando en lo que había soñado, en lo que se me había
revelado. La madrugada estaba en su zénit, en su apogeo. Curiosamente, una
tranquilidad inusual me había dominado por completo. Apagué el despertador,
sabiendo lo que tenía que hacer: prender la computadora y sentarme a
escribir.