Crucé el ventanal que me llevaba de cara a la calle,
pero más arriba que la calle en sí misma. La miraba desde un segundo piso.
Llegué hasta la baranda que separaba (¿acaso lo separaba?) el suelo ¿acaso
firme? del éter y puse mis manos en ella. Pensé un momento, y al siguiente,
acomodé mis antebrazos en la misma baranda, dejando caer levemente el cuerpo.
Levanté la cabeza y vi que esa Luna estaba colgada del cielo oscuro, rodeada de
varias estrellas y nubes. Rodeada de madrugada. Era curioso, acercarse hasta
una baranda y no pensar en saltar al vacío, quizá sólo con el ferviente deseo
de sentir el aire cortándome la piel, quizá con el deseo de algo más…
Simplemente estar apoyado en ella, confiando en su seguridad inmaterial, de
garantías invisibles. Cambié. Esa fue la respuesta a una pregunta que fue tan
tácita como jamás pronunciada. Y mi cabeza tenía nuevamente combustible para
quemar, huesos para roer hasta dejar la médula oxidándose en el aire vivo.
Evité hacer la siguiente pregunta que se desprendería de la primera; decidí
prescindir de hacerla porque la respuesta ya estaba en la puerta de la mente.
Ella. Estaba a la par mía, diciéndome que la noche estaba fresca, hermosa. Y
cuánto habría por descubrir en esa sonrisa lábil, en esos ojos brillantes de
juventud, en ese cuerpo que ofrecía
cobijo… cuánto. Cuánto. Y por dentro de mí, corría el dilema del erizo
corrompiendo lo más humano y terrenal que tenemos. Había que decir algo, había
que hacerla reír, había… y mis recuerdos ya no recuerdan.
Sólo me quedé con el sabor del momento, con el fresco de la
madrugada en los labios, y su sonrisa jugueteando ruidosamente por los pasillos
de mi alma, prendiendo la luz donde por años la oscuridad había sido dueña y
señora.