sábado, diciembre 18, 2010

Corazón y pedacitos de corazón

Hoy salí de casa, con menos esperanzas de las que nunca tengo, con menos palabras de las que soy dueño y con el corazón en mis manos. Si es que eso puede llamarse corazón después de todo, después de nada. Porque lo que realmente llevaba en aquellas manos mías, eran, literalmente, pedazos de algo que alguna vez fue, piezas hechas jirones deshilachados de aquella carne trémula que alguna vez supo ser, fibras desgarradas por el paso de las emociones y oxidadas por el paso del tiempo. Esguince de aurículas y ventrículos quizá. Caminaba sin mirar mis pasos en el suelo y con la idea de que todos harían un paso al costado para dejarme pasar, hasta alguno quizá se ofrecería a enmendar aquellas piezas desparramadas por mis manos. Pero no. Así caminaba, mirando mis manos, hasta que de repente otras manos me detuvieron porque esas envolvieron a aquellas. Ella envolvió con sus manos las mías y las apretó. Y era capaz de sentir como mi corazón, disculpas, como los pedazos de mi corazón se apretaban entre sí y contra la piel de mis manos que los aprisionaban, y nada podía hacer, mis fuerzas no estaban. Podía sentir cómo aquellos trocitos se ahogaban en sus últimos latidos asfixiados y cómo dejaban manar la sangre que alguna vez les dio vida. Cuando ya era todo silencio, entre nosotros, entre y dentro de nuestras manos, quise ver su rostro, porque no me había percatado de mirar sus ojos, de ver que expresión tendrían sus mejillas al ver que las mías se estrujaban de pena, ver que mueca se dibujaba en su boca al ver que la mía ni una palabra era capaz de hacer brotar. Cuando levante la vista nada había, nadie estaba. Cuando bajé la vista a mis manos, tampoco nada había. Todo había desaparecido. No había corazón, disculpas una vez más, no había pedacitos de corazón, no estaba aquella sangre que había sentido manar de ellos, no había otras manos que acunaran las mías. Ahora menos que siempre, fui incapaz de pronunciar palabra alguna. De hacer mueca alguna. Quise gritar mis silencios pero tampoco pude. Quise correr mis pasos pero tampoco pude. Quise respirar mis ahogos pero tampoco pude. Quise hacer nada pero tampoco pude. Por eso seguí caminando, con las manos juntas delante de mí, porque ahora quería que volviese a su lugar aquello que primeramente había sido hecho añicos, y que ahora había sido robado: mis pedacitos de corazón, disculpas…mi corazón.

domingo, diciembre 12, 2010

Mujer de Venecia


Te vi en ese preciso momento en que una grupo de mascarados dejaron el sendero etéreo para que mis ojos chocaran contra ti misma. Magia aparte, tal vez realmente algo de mí chocó contra Ti pues tus ojos hirieron a los míos, con una estocada perfecta, digna del más hábil entre los samuráis. En ese momento pensé que tal vez eras la Medusa de la que habla la mitología, reencarnada quizá por obra de quien sabe qué dios, pues me sentí lo más parecido a la piedra de la que está hecho el mundo. Gris, inmóvil, pétreo. Pude ver tus ojos, o lo que creo que eran tus ojos, a través de los ojos de tu máscara. Y me mirabas. En silencio, inmaculada, insensible; clavabas esa mirada-puñal en mi carne una vez para volver a hacerlo una vez más, una vez más, sintiendo como la carne comienza a desgarrarse en sensaciones que no encuentran analogía en las palabras. ¿Cómo es que sea posible encontrar tanto placer en tanto misterio? Pues nada de Ti podía ver, pero sentía que podía verte completamente en la esencia de Ti misma. ¿Qué podría esconderse debajo de ese rostro nacaradamente pétreo y tan sutilmente inexpresivo que al mismo tiempo lo expresaba todo? Si hasta creo que podía verme en mi propio reflejo en esa máscara-tortura que llevabas y que, paralelamente, todo a cerca de Ti lo ocultaba.

Cuando el éxtasis de la agonía comenzaba a transformarse en una plegaria librada al viento, cuando todo parecía comenzar a desaparecer para ocupar el lugar que ocupan las cosas desaparecidas en lugares ocultos y olvidados, fríos y húmedos quizá, cuando ya no quedaba lugar para una sola mirada más, cuando sólo quedaba espacio para extinguirse simplemente en polvo de estrellas…en ese momento otra oleada de mascarados me arrebató de las manos-garras de una dulce y agónica extinción. Cuando esa fila de incautos encubiertos en sus trajes brillantes como el sol que acompaña a la lluvia en verano pasaron, Tú, mujer de Venecia, ya no estabas. Aquellos incautos e insensibles mascarados me devolvieron la certeza de saber que aún estoy aquí, ahora, pero me arrebataron la duda de saber qué hubiera ocurrido si un segundo, tan sólo un segundo más, tu mirada me hubiera desagarrado; me arrebataron la posibilidad de saber que hubiera sido de mí mismo si tan sólo un segundo más, me hubieras mirado.

lunes, diciembre 06, 2010

De aquellos besos férreos

Hoy me pierdo en tus labios, una vez más, sí, una vez más, como lo vengo haciendo cada vez que mi alma se siente acongojada, triste, sola. Hoy, una vez más rozaré tus labios con mis dedos para sentir ese tibio candor húmedo que gobierna en ellos desde que los conocí, en esa apacible tarde templada de febrero, en aquellos pequeños cerros que viven en mi memoria desde aquel día. Y Tú no te rehusarás a los míos, como lo vienes haciendo desde entonces. Y ambos dejaremos que los minutos pasen en completo silencio, ese silencio que tanto adoramos y que es nuestro más fiel confidente. Hermoso terreno carmín, lugar en el que mis labios encuentran asilo cada vez que ellos lo necesitan, dulce espacio en el que las palabras pierden su esencia dejando su espacio para los besos, ingenuos y desesperanzados, tiernos y cálidos, la pasión consumada en su máxima expresión, la etérea pasión condensada y materializada en algo casi palpable a los sentidos. Y los minutos pasarán y pasarán: despreocupados, mansos, tranquilos…Y así será hasta que nuestros labios se conozcan una vez más. Y comenzarán sus eternos juegos, sus eternas idas y venidas, sus eternos ida y vuelta; se rozarán para sentirse uno al otro, para poder convertir esos minutos fugitivos y etéreos en pequeñas gotas de tiempo, eternas, que perdurarán sobre ellos quien sabe cuánto: quizá una eternidad, quizá dos, o tres. Y ellos reirán, tal como lo hacen los nenes en las plazas, y jugarán, tal como lo hacen los nenes en los parques, se buscarán, se encontrarán, se rozarán, se reconocerán. Y así estarán, hasta que de tanto cariño y fulgor nazca ese gusto deliciosamente férreo que tanto amamos, que es para nosotros la muestra fehaciente de nuestra pasión, de nuestra tristeza. Ellos sangrarán una vez más, una vez más. Y reiremos, y lo haremos a carcajadas, porque sabemos encontrarnos en donde nace la tristeza, porque no convertimos nuestra eterna tristeza en cariño, sino que la mezclamos con cariño y disfrutamos de ello. Porque no cambiamos las cosas, sino que las vivimos tal como ellas son en su naturaleza. Y las disfrutamos así. Porque amamos compartir la tristeza que vive dentro de nosotros...