Mis ojos comenzaron a escrutar aquel oscuro éter que todo lo inundaba en ese momento, siendo toda la imagen que ellos me daban una oscuridad espesa, cargada de algo que no sé qué era, pero que la hacía más oscura. Con el pensamiento que tiene el tacto, mis dedos comenzaron a buscar ese interruptor del velador, que justamente llegó para interrumpir esa noche cerrada, esa noche dentro de mi habitación. Mis ojos se sintieron lastimados ante la claridad, que no era mucha, pero que entregaba mi lamparita de 40 watts. No hacía calor, no vi ni escuché pasear a ningún mosquito, no entraba más ruido por la ventana abierta que el sonido del silencio de la madrugada. Sí, estaba despierto a media noche y no sabía por qué. Cosas de Mandinga, dicen. Así y todo, así acostado como estaba, decidí levantarme, quizá con la esperanza de encontrar en la cocina, o tal vez en el cuarto de baño, ese sueño que se había escapado de mí. Como era de suponer, porque al parecer en las madrugadas nada escapa de la cordura, o por lo menos en mi casa, no lo encontré. En el cuarto de baño, alguna gota asomaba vergonzosa por la terminación de la grifería. Quería escapar, quería saltar y dejarse abandonar a los caprichos de Newton y su ley, y así lo hizo, por fin, dejando escapar un grito húmedo, casi un quejido ahogado. Era su destino. En la cocina, todo era calma, calma iluminada. La lamparita incandescente entregaba su producto en el más aplicado de los silencios, sin pedir más nada a cambio que algún insecto revoloteador que la acompañe en su silenciosa labor. Así estaba el panorama, todo en calma, como cada madrugada. Bah!, imagino que cada madrugada transcurre en calma, porque a decir verdad, cada madrugada estoy durmiendo, a diferencia de esta. Viendo la alacena como terreno a explorar, no dude y busqué el café para, por lo menos, amenizar tanta calma silenciosa. El aroma vino a hacerme compañía, y con su timidez intrínseca, nos quedamos mirándonos sin decir palabra alguna. Aunque no tardó en hacerse cada vez menos denso y más lábil, y cuando intenté decir algo, me encontré hablando solo, a mi taza vacía. Cuando sentí el fresco en mi rostro me di cuenta que la noche me encontraba en la terraza intentando encontrar algo, que no encontré. La fachada de los edificios estaban dormidos a esas horas, en completo aquietamiento salvo por algunos vidrios que delataban algún alma inquieta, o sonámbula en una de esas. De repente, me encontré viendo aquel cielo que se vería plomizo si fuera de día, pero como era de noche y las nubes estaban bajas, o más bajas que de costumbre, reflejaban la luz anaranjada de las luces de las calles. Por eso el cielo se veía naranja con algunos salpicones de tinte negro. Un cielo atigrado. O un tigre color de cielo. De repente, vi asomar la luna. Y pensé en qué gesto habrá tenido mi cara, porque vi que la Luna estaba sonrojada. Y me sonrojé por verla sonrojada. Y quién sabe cuánto estuve en aquella terraza y cuánto vi aquella Luna avergonzada porque de repente todo empezó a cambiar: se puso un poco más fresco el aire, todo comenzó a cambiar de color. El sol ya asomaba en el este. El día había llegado. La Luna se había ido. El sueño había vuelto. Mi cuerpo estaba de nuevo acostado. Mis oídos recibían la noticia de que esa madrugada que recién se había esfumado, había tenido lugar un eclipse Lunar. Me dormí con la esperanza de que tal vez, en una de esas, quizá, mañana la Luna sí se sonroje al verme...